La crisis de la clase media en la restauración.

La crisis de la clase media en la restauración.

Terminaba el otro día mi tesis sobre el cierre de Noma confesando que “a mí, la sostenibilidad que me preocupa es la de las decenas de miles de pequeños restaurantes, fondas y casas de comidas independientes que dan vida a los barrios y los pueblos”. Me refería a esa tipología amplia y diversa de establecimientos de restauración sin los que es difícil entender una vida social, cultural y relacional plena.

Y es que la experiencia gastronómica forma parte de las sociedades humanas desde el año del catapún. Ya de las primeras civilizaciones nos han llegado recetas escritas, como ilustra el segundo de los dos colosales tomos de la Bullipediadedicados a la restauración gastronómica en Occidente. Imprescindibles, por cierto.

Puesto que la historia durante demasiado tiempo se ha ocupado de reyes, faraones, sacerdotes, tiranos y guerreros -todo hombres, claro- tenemos algún registro de sus banquetes. Sabemos también que había siervos y esclavos construyendo sus palacios, templos y tumbas. La buena noticia es que se acaba de descubrir una casa de comidas en Lagash abierta hace más de 4.700 años cuyos clientes, según los arqueólogos encargados de la excavación, no eran ni aristócratas ni esclavos sino representantes de lo que vendría a ser la clase media de esta antigua ciudad mesopotámica ávidos de compartir rato, cerveza, caldereta de pescado, conversación y risas con sus vecinos. Los responsables de la excavación reconocen su alegría precisamente porque el feliz hallazgo tabernario demuestra una sociedad con menos desigualdades de las que se presupondrían.

Y es que la clase media, ese enorme contenedor social entre el suelo y el cielo, es lo mejor que le puede pasar a una comunidad. Pobres no debería haber, y lo siento pero la acumulación desmesurada tampoco es sostenible. Clase media, cuanta más, mejor. La desigualdad es la madre de casi todos los males y la riqueza crece para extender la democracia, la justicia, las oportunidades, el equilibrio territorial, la salud del medio ambiente y el bienestar. Por eso, alguien tan poco sospechosa de ser antisistema como la presidenta del Banco Central Europeo y exdirectora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, se ha hartado de alertar del peligro que significa para las economías desarrolladas la crisis de la clase media.

Lo mismo pasa en la restauración. Lo que necesitan nuestros municipios, nuestro patrimonio cultural, nuestro derecho al ocio, nuestro gregarismo de especie, nuestros payeses, nuestra biodiversidad y hasta nuestro planeta son muchos restaurantes de clase media esparcidos por toda la geografía que practiquen el difícil equilibrio de pagar sueldos justos, priorizar los proveedores locales y cobrar un precio razonable por dar de comer satisfactoriamente.

Evidentemente es fantástico que existan además tanto ofertas únicas de renombre como imaginativas opciones económicas, apetitosas e informales. Se construyen bocatas memorables y tapas que merecen el desvío, pero cualquiera que compre y cocine regularmente entiende que, por debajo de un cierto precio, determinados tipos de restauración son imposibles si se quiere continuar manteniendo la ecuación: social + medioambiental + talento + cariño = (experiencia gastronómica + humana) x placer.

El problema es que muchos de estos restaurantes independientes de clase media con alma, ejes que conectan nuestro sistema alimentario con nuestro equilibrio emocional, están en peligro. Y no sé si quienes mandan son suficientemente conscientes de ello. En realidad, sé que no lo son, porque igual (aún) no (se) lo parece. Ni de las terribles consecuencias de perder una estructura esencial para nuestra civilización desde hace más de 5.000 años.

En el libro de Marc Casanovas No soc un dels vostres (Ara Pausa) se cuentan, entre muchas otras cosas, las vicisitudes del que fue un representante mítico de este tipo de restaurante, tan poco conocido u olvidado hasta hoy como importante para la historia de la gastronomía. Además del relato de amour fou por la cocina de Àlex Montiel en una Barcelona preturística en la que algunos se atrevieron a creer que estaba todo por hacer y todo era posible, el libro desvela la obsesión de un joven chef con tanto talento como conciencia de clase por no convertir su restaurante en elitista.

No dejen de admirarse ante todo lo demás que descubrirán en el libro, pero hoy yo me quedo con las palabras de quien creó ese sueño de libertad culinaria, Cèlia Fuentes i Bassas. “En el Aram yo me desvivía por la gente. Abría y cerraba la puerta a todo el mundo sin distinción. Era la casa de todos, un lugar donde sentirse acogido, y querría que este fuera el principal recuerdo de la gente. No tan solo que la comida era buenísima, también las personas que trabajamos allí».

Fuente: lavanguardia.com

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